LOS VERRACOS VETONES: ESCULTURAS DE PIEDRA EN EL CORAZÓN PRERROMANO DE HISPANIA.
En las llanuras y sierras que separan el Duero del Tajo, en las provincias actuales de Ávila, Salamanca o Zamora, aún se alzan figuras pétreas que desafían los siglos. Son los verracos vetones, esculturas de piedra talladas hace más de dos mil años, cuyas formas zoomorfas —toros, cerdos o jabalíes— constituyen una de las manifestaciones artísticas más enigmáticas y evocadoras de la Hispania prerromana. Su presencia silenciosa en campos, murallas o junto a los antiguos castros vetones sigue despertando la curiosidad de arqueólogos e historiadores, que desde el siglo XIX intentan descifrar su verdadero significado.
Los pueblos vetones, asentados en el occidente de la Meseta, fueron una de las etnias célticas más destacadas del interior peninsular. Su territorio se extendía desde las estribaciones del Sistema Central hasta los valles del Duero y del Tajo, ocupando una posición fronteriza entre las influencias del mundo céltico del norte y las culturas ibéricas del este y sur. Se trataba de comunidades eminentemente pastoriles y guerreras, que basaban su economía en la ganadería y la trashumancia. Este modo de vida marcó profundamente su imaginario simbólico, y de él nacerían las esculturas de piedra que hoy conocemos como verracos.
El término “verraco” procede del latín verres, que significa cerdo macho. Sin embargo, la mayor parte de las esculturas representan toros, símbolo de fuerza, virilidad y fertilidad. Los artesanos vetones las tallaban directamente en bloques de granito, adaptando sus formas a la piedra y dotándolas de una robustez casi monumental. Algunas alcanzan más de dos metros de longitud, y su factura va desde piezas toscas y esquemáticas hasta otras de sorprendente naturalismo. En muchos casos presentan orificios o rebajes que pudieron servir para insertar elementos metálicos o cuernos, hoy desaparecidos, lo que refuerza la idea de que estas figuras tuvieron un papel ritual o protector.
La función de los verracos ha sido motivo de múltiples hipótesis. Durante siglos se los interpretó como monumentos funerarios, guardianes de tumbas o incluso ídolos totémicos. Sin embargo, los hallazgos arqueológicos en yacimientos como Las Cogotas, Ulaca o Yecla la Vieja han permitido reinterpretarlos en un contexto más amplio. La mayoría de ellos se encuentran en las proximidades de antiguos poblados fortificados —los castros— o en zonas de pastos y antiguos caminos ganaderos, lo que sugiere una relación directa con la economía y la organización territorial de las comunidades vetonas. Es probable que actuaran como marcadores de propiedades o límites de pastoreo, símbolos de clan o emblemas protectores de los rebaños.
El toro, en la cosmovisión céltica e indoeuropea, representaba la abundancia y la potencia vital. Su imagen como animal sagrado aparece también en la iconografía ibérica y mediterránea, lo que evidencia una continuidad cultural entre pueblos vecinos. En cambio, los verracos que adoptan la forma de cerdos o jabalíes podrían vincularse con ritos de fecundidad o con la guerra, pues el jabalí era un emblema asociado al coraje y a la ferocidad. Es posible que los verracos, más que simples esculturas, formaran parte de un lenguaje simbólico colectivo que reforzaba la identidad de los grupos y sus vínculos con la tierra.
Cuando Roma conquistó la región en el siglo II a. C., los verracos no desaparecieron. Muchos fueron respetados y permanecieron en su lugar original durante siglos, integrándose en los nuevos paisajes romanizados. Algunas de estas esculturas incluso reaprovecharon su valor simbólico: los romanos pudieron interpretarlas como dioses tutelares locales, o como vestigios de una religiosidad ancestral. De hecho, en época imperial se han documentado inscripciones latinas junto a algunos verracos, lo que indica que siguieron siendo objetos de veneración o de prestigio social.
Entre los ejemplares más célebres destacan los Toros de Guisando, en el término de El Tiemblo (Ávila). Cuatro esculturas monumentales alineadas sobre un antiguo camino, que desde el siglo XV han ocupado un lugar especial en la historia peninsular. Fue precisamente allí donde, en 1468, Isabel de Castilla y su hermano Enrique IV firmaron el acuerdo que la reconocía como heredera del trono, el célebre “Tratado de los Toros de Guisando”. Este episodio dio a las figuras un nuevo significado simbólico, ligando la herencia céltica y vetona con el nacimiento de la monarquía castellana moderna.
Hoy, los verracos vetones constituyen un testimonio excepcional de la identidad cultural de los pueblos prerromanos del occidente hispano. Su enigmática presencia en el paisaje —a medio camino entre el arte, la religión y la memoria— los convierte en una de las expresiones más puras de la continuidad entre el mundo celta y el romano. Cada uno de ellos, tallado con paciencia en el granito, guarda el eco de una civilización desaparecida que convirtió la piedra en símbolo de su fuerza y su fe.
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Policía local de profesión, desarrolla su cometido en la categoría de oficial en el municipio de Utebo, contando con 17 de servicio y varias distinciones. A pesar de que su afán por la historia le viene desde pequeño, no fue hace mucho cuando se decidió a cursar estudios universitarios de Geografía e Historia en UNED y comenzar en el mundo de la divulgación a través de las redes sociales. Actualmente administra el blog elultimoromano.com así como páginas en Instagram y Facebook con el mismo nombre. Además, colabora con revistas, páginas, asociaciones, blogs, podcast y es miembro de Divulgadores de la Historia.
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Bibliografía:
Martín Valls, R. (1984). Los verracos vetones y su contexto arqueológico. Revista de Arqueología
Almagro-Gorbea, M. (1995). Los pueblos prerromanos de la Meseta occidental. Madrid: CSIC
Museo de Ávila – Junta de Castilla y León: www.museoscastillayleon.jcyl.es
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