LA REVOLUCIÓN RUSA DE 1905.

 

La Revolución Rusa de 1905 fue el primer gran estallido social y político que puso en jaque al Imperio zarista. Aunque no logró derrocar al régimen, abrió una herida irreparable en la autocracia de los Romanov y sentó las bases de los movimientos revolucionarios que, doce años más tarde, acabarían con el trono de Nicolás II. Fue el ensayo general de 1917: un proceso en el que la desesperación popular, el descrédito del gobierno y la falta de reformas convirtieron la Rusia imperial en un volcán a punto de estallar.




A comienzos del siglo XX, Rusia era un imperio inmenso pero profundamente atrasado. Más del ochenta por ciento de su población era campesina, sometida a una nobleza terrateniente y a un sistema económico casi feudal. Las industrias, concentradas en unos pocos núcleos urbanos como San Petersburgo y Moscú, habían crecido rápidamente, pero lo habían hecho a costa de una clase obrera explotada, sin derechos laborales ni representación política. El zar Nicolás II gobernaba con poder absoluto, respaldado por la Iglesia ortodoxa y un ejército disciplinado pero desmoralizado. En los márgenes del imperio, nacionalidades enteras —polacos, finlandeses, bálticos, ucranianos o caucásicos— reclamaban autonomía frente a un régimen centralista y opresivo.

El detonante fue la desastrosa guerra ruso-japonesa de 1904-1905. Las derrotas humillantes ante un país asiático —considerado hasta entonces inferior por la mentalidad imperial rusa— desataron una ola de indignación nacional. La crisis económica, el desempleo y el hambre crearon un caldo de cultivo perfecto para la protesta. En ese contexto, el 9 de enero de 1905, decenas de miles de obreros marcharon pacíficamente hacia el Palacio de Invierno de San Petersburgo. Encabezados por el sacerdote ortodoxo Georgi Gapon, portaban iconos religiosos y retratos del zar, convencidos de que su “pequeño padre” los escucharía. Pedían jornada de ocho horas, aumento de salarios, elecciones libres y el fin de la guerra.

Lo que recibieron fue fuego. Las tropas imperiales abrieron fuego contra la multitud, matando a centenares de personas y dejando miles de heridos. Aquella matanza, conocida como el Domingo Sangriento, destruyó para siempre la fe popular en el zar. La imagen paternalista del monarca se derrumbó en cuestión de horas, y la revolución comenzó a extenderse como un incendio.



El país entero se vio sacudido por huelgas, motines y manifestaciones. Los campesinos incendiaron fincas y exigieron el reparto de tierras; los obreros ocuparon fábricas y formaron soviets, consejos obreros encargados de organizar la protesta y la defensa. El más importante fue el Soviet de San Petersburgo, dirigido por figuras emergentes como León Trotski, que articuló una red de comunicación entre los trabajadores y demostró el potencial político de las clases urbanas. En octubre, una huelga general paralizó completamente el país. Los ferrocarriles dejaron de funcionar, las fábricas cerraron y la administración imperial se detuvo. Ante el caos, incluso algunos sectores burgueses exigieron reformas. El régimen se encontraba al borde del colapso.

Aconsejado por su ministro Serguéi Witte, Nicolás II promulgó el Manifiesto de Octubre, un texto que prometía libertades civiles, derecho de asociación y la creación de una Duma Estatal, un parlamento elegido por el pueblo. Fue una concesión forzada, más orientada a ganar tiempo que a democratizar realmente el sistema. Muchos manifestantes se sintieron traicionados cuando, poco después, el zar utilizó al ejército para aplastar los últimos focos de resistencia. En diciembre, los soviets de Moscú y San Petersburgo fueron disueltos por la fuerza. El zarismo había sobrevivido, pero su autoridad estaba profundamente erosionada. Aunque la Duma fue convocada en 1906, sus competencias resultaron mínimas. Nicolás II se reservó el poder de disolverla a su antojo, lo que hizo en repetidas ocasiones. Las reformas agrarias fueron parciales y el control de la policía política, la Okhrana, siguió siendo implacable. Aun así, la revolución de 1905 había abierto un precedente irreversible: por primera vez, el pueblo ruso había desafiado abiertamente a su monarca.

La represión fue brutal. Decenas de miles de personas fueron ejecutadas, deportadas a Siberia o encarceladas. Pero el miedo había cambiado de bando. Los movimientos socialistas y liberales comprendieron que la autocracia no era invencible, y los soviets, aunque efímeros, demostraron la eficacia de la organización obrera. La figura del zar quedó definitivamente dañada, y su régimen entró en una lenta agonía que culminaría con la Revolución de Febrero de 1917. En el plano político, el fracaso de 1905 evidenció la fragilidad del Estado ruso. En el social, mostró la madurez de las clases trabajadoras y campesinas como fuerza transformadora. Y en el psicológico, marcó el final del mito del zar como padre benevolente. Rusia ya no era la misma. El imperio había sobrevivido, pero estaba condenado: las causas que lo habían hecho tambalear en 1905 —la pobreza, la represión, la falta de libertades— seguirían creciendo hasta destruirlo doce años después.

La Revolución de 1905 fue, en definitiva, el preludio del colapso del zarismo. Un ensayo general de la historia que vendría, donde la sangre derramada en el Domingo Sangriento fue la primera señal de que la Rusia imperial estaba llegando a su fin.


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EL ÚLTIMO ROMANO. 


JOSÉ ANTONIO OLMOS GRACIA.


Policía local de profesión, desarrolla su cometido en la categoría de oficial en el municipio de Utebo, contando con más de 17 años de servicio y varias distinciones. A pesar de que su afán por la historia le viene desde pequeño, no fue hace mucho cuando se decidió a cursar estudios universitarios de Geografía e Historia en UNED y comenzar en el mundo de la divulgación a través de las redes sociales. Actualmente administra el blog elultimoromano.com así como páginas en Instagram y Facebook con el mismo nombre. Además, colabora con revistas, páginas, asociaciones, blogs relacionados con la divulgación histórica y es miembro de Divulgadores de la Historia.



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Bibliografía:


Hipólito de la TORRE. (coord.), Alicia ALTED, Rosa PARDO, Ángel HERRERÍN, Juan Carlos JIMÉNEZ y Alejandro VALDIVIESO: Historia Contemporánea II (1914-1989), Madrid, Editorial Universitaria Ramón Areces, 2019.

Figes, Orlando, La Revolución Rusa (1891-1924), Ed. Edhasa, 2001

Pipes, Richard, La Revolución Rusa, Ed. Crítica, 1998

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