LA HISTORIA DE MARRUECOS.
La historia de Marruecos es la de un territorio situado en la encrucijada de África y Europa, un espacio privilegiado donde se han encontrado culturas, imperios y religiones a lo largo de miles de años. Su posición estratégica, dominando el estrecho de Gibraltar y abierto al Mediterráneo y al Atlántico, convirtió a esta tierra en objeto de deseo de múltiples potencias y en cuna de una identidad singular que hoy define a la nación marroquí.
Los primeros rastros de presencia humana en Marruecos se remontan a la prehistoria. Restos como el famoso “Hombre de Jebel Irhoud”, con más de 300.000 años de antigüedad, sitúan a esta región como uno de los lugares clave para comprender la evolución de nuestra especie. Durante el Neolítico, las comunidades de pastores y agricultores se asentaron en las llanuras fértiles y comenzaron a formar culturas que dejarían huellas en el arte rupestre del Atlas y del Sáhara.
En la Antigüedad, los bereberes —llamados en su propia lengua amazigh— fueron los pueblos originarios que dieron forma a la identidad del territorio. Independientes, guerreros y adaptados a la geografía montañosa y desértica, los bereberes mantuvieron durante siglos una organización tribal que resistió la dominación extranjera. No obstante, las costas marroquíes pronto atrajeron a comerciantes fenicios que fundaron factorías en lugares como Lixus o Mogador. Más tarde, Cartago extendió su influencia en la región, hasta que Roma, tras las guerras púnicas, se impuso como la gran potencia del norte de África.
La Mauritania Tingitana, con capital en Tingis (la actual Tánger), se convirtió en provincia romana. Ciudades como Volubilis prosperaron con el comercio de aceite, trigo y caballos. Aunque Roma no dominó completamente el interior, dejó un legado arquitectónico y cultural que aún hoy puede apreciarse en los restos de mosaicos, templos y foros. Con la decadencia del Imperio romano, la región fue escenario de incursiones vándalas y bizantinas, que apenas lograron imponerse sobre la resistencia local.
El gran cambio llegó en el siglo VII con la expansión islámica. Los ejércitos árabes penetraron en el Magreb y, tras décadas de luchas, lograron la conversión al islam de buena parte de la población bereber. Marruecos pasó a formar parte del mundo islámico, pero no como una periferia pasiva, sino como un territorio activo en la construcción de dinastías propias. En el 788, Idrís I fundó la dinastía idrisí, considerada el origen del primer Estado marroquí independiente y del islam chií en la región. La ciudad de Fez, fundada poco después, se transformó en un centro cultural y religioso de primer orden en el Magreb.
A lo largo de la Edad Media, Marruecos fue gobernado por poderosas dinastías bereberes que expandieron sus dominios más allá de sus fronteras. Los almorávides, surgidos en el desierto, extendieron su imperio desde el Magreb hasta al-Ándalus, controlando ciudades tan lejanas como Zaragoza o Sevilla. Más tarde, los almohades, herederos de un rigor religioso aún mayor, consolidaron un vasto imperio que convirtió a Marrakech en una de las capitales más deslumbrantes del mundo islámico. Tras su caída, los benimerines y otras dinastías mantuvieron la fragmentación y el esplendor cultural, mientras Marruecos seguía siendo un puente entre África y Europa.
La modernidad trajo consigo la presión de potencias extranjeras. Los portugueses y españoles establecieron enclaves en la costa atlántica y mediterránea, luchando por controlar las rutas comerciales. Ciudades como Ceuta, Tánger o Mazagán fueron disputadas durante siglos. Sin embargo, la resistencia marroquí y el fortalecimiento de nuevas dinastías, como la saadí, permitieron conservar la independencia en momentos en los que gran parte del Magreb quedaba bajo dominio otomano. La victoria de los saadíes frente al imperio portugués en la batalla de los Tres Reyes (1578) consolidó la soberanía marroquí.
En el siglo XVII, los alauíes ascendieron al poder y, con ellos, Marruecos entró en una etapa de relativa estabilidad dinástica que se mantiene hasta hoy. Aunque acosado por potencias europeas, el sultanato mantuvo su independencia hasta el siglo XIX, cuando Francia y España iniciaron una política colonial agresiva. El Tratado de Fez de 1912 estableció el protectorado francés sobre la mayor parte del territorio, mientras España administraba el Rif y el sur. El descontento desembocó en movimientos de resistencia, entre los cuales destacó la guerra del Rif, liderada por Abd el-Krim, que puso en jaque a los ejércitos coloniales hasta ser derrotado en 1926.
La independencia de Marruecos llegó en 1956, cuando Francia y España reconocieron el fin del protectorado. Bajo el reinado de Mohamed V, Marruecos comenzó su proceso de modernización, marcado por el retorno a una plena soberanía y por el desafío de integrar un territorio diverso. Su hijo, Hasan II, gobernó durante décadas con mano firme, enfrentando intentos de golpe de Estado, tensiones con el Sáhara Occidental y la consolidación de un régimen autoritario que, sin embargo, logró mantener al país como un actor relevante en África y el mundo árabe.
En la actualidad, Marruecos vive bajo el reinado de Mohamed VI, quien ascendió al trono en 1999. Bajo su mandato se han impulsado reformas económicas y sociales, una modernización en infraestructuras y una creciente apertura internacional, aunque persisten desafíos en materia de derechos humanos, desigualdad y la resolución del conflicto del Sáhara Occidental. La nación marroquí, heredera de un cruce milenario de culturas y religiones, sigue siendo un lugar donde conviven la tradición bereber, árabe y africana con la influencia europea, y donde la historia se entrelaza con la modernidad de manera única.
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