EL IMPERIO PERSA AQUEMÉNIDA.


El Imperio aqueménida, también conocido como el Primer Imperio Persa, fue una de las creaciones políticas más ambiciosas y duraderas de la Antigüedad. Fundado a mediados del siglo VI a.C. por Ciro II el Grande, se extendió desde el valle del Indo hasta el Mediterráneo y desde Asia Central hasta Egipto y Libia, convirtiéndose en el primer estado verdaderamente multicultural y multinacional de la historia. Bajo su dominio coexistieron decenas de pueblos con lenguas, religiones y costumbres diversas, todos integrados en una estructura que, durante más de dos siglos, mantuvo la cohesión de un espacio inmenso y heterogéneo.





La dinastía se remontaba a un linaje persa asentado en la región de Persis, en el actual Irán. Ciro II derrotó a los medos, hasta entonces hegemónicos, y los integró en una nueva monarquía. Su genio militar y político pronto lo convirtió en el conquistador más célebre de su tiempo. Tomó el rico reino de Lidia y sus ciudades griegas de Asia Menor, y en el 539 a.C. entró triunfante en Babilonia, proclamándose heredero de sus monarcas. Ciro destacó por su manera de gobernar: lejos de la brutalidad, prefirió el respeto a las tradiciones y religiones de los pueblos sometidos. El llamado Cilindro de Ciro, hallado en las ruinas de Babilonia, testimonia esta política de tolerancia, al proclamar la libertad de cultos y el retorno de comunidades deportadas como los judíos, que pudieron regresar a Jerusalén y reconstruir su templo. Esta visión integradora fue una de las bases de la estabilidad del imperio.

Su hijo Cambises II amplió aún más los dominios, conquistando Egipto en el 525 a.C. y sometiendo al antiguo reino de los faraones, aunque su reinado estuvo marcado por dificultades y su muerte abrió un período de incertidumbre. Fue entonces cuando emergió Darío I, uno de los grandes organizadores de la historia. Su reinado no solo consolidó las conquistas, sino que dotó al imperio de una estructura administrativa que se convertiría en modelo para siglos posteriores. Dividió el territorio en satrapías, gobernadas por sátrapas con amplias atribuciones, pero sometidos a un férreo control mediante inspectores itinerantes conocidos como “los ojos y oídos del rey”. Implantó un sistema fiscal regular, estandarizó pesos, medidas y monedas, y creó el dárico de oro, que facilitó el comercio en un espacio de miles de kilómetros. También promovió la construcción de carreteras, la más célebre el Camino Real Persa, que unía Sardes con Susa y permitía una comunicación rapidísima para la época, con postas que facilitaban el relevo de caballos. El correo real podía recorrer distancias enormes en cuestión de días, lo que aseguraba el contacto constante entre el soberano y sus provincias.




La magnificencia del poder aqueménida se reflejaba en sus ciudades. Persépolis, fundada por Darío y embellecida por su hijo Jerjes, se convirtió en la capital ceremonial del imperio. Sus palacios, sus escalinatas decoradas y sus relieves que representaban a los pueblos sometidos presentando tributo son testimonio de la visión de los reyes persas como señores universales. Junto a ella estaban Susa, centro administrativo, y Pasargada, donde se hallaba la tumba de Ciro, venerada durante siglos como símbolo del origen de la monarquía persa.

La religión oficial de la corte fue el zoroastrismo, basado en las enseñanzas de Zaratustra y en el culto a Ahura Mazda, dios del bien y de la verdad. Sin embargo, los persas no impusieron su fe a los pueblos conquistados, permitiendo que babilonios, egipcios, judíos o griegos mantuvieran sus cultos y templos. Esta política de tolerancia fue otra de las claves de la estabilidad del imperio. La sociedad se articulaba en torno a la nobleza persa y meda, que ocupaba los altos cargos militares y administrativos, pero bajo ellos los pueblos conquistados conservaron sus jerarquías locales y una notable autonomía.




El ejército aqueménida era uno de los más poderosos de su tiempo. En su núcleo estaba la guardia de los Inmortales, diez mil soldados de élite cuya cifra se mantenía siempre constante, y a su alrededor se reunían contingentes de todas las regiones del imperio: arqueros escitas, lanceros babilonios, caballería bactriana, marineros fenicios y egipcios. Esta diversidad daba al ejército una enorme flexibilidad, pero también hacía difícil coordinar fuerzas tan heterogéneas.

El poder persa alcanzó su apogeo, pero también conoció derrotas memorables. Bajo Jerjes I, el imperio intentó someter a Grecia en las Guerras Médicas. Tras vencer en las Termópilas y devastar Atenas, la armada persa fue destruida en la batalla naval de Salamina en el 480 a.C., y un año después las fuerzas terrestres fueron derrotadas en Plateas y Mícale. Aquellas derrotas marcaron un límite a la expansión hacia Occidente, y el mundo griego se convirtió en un enemigo irreconciliable.


               

Durante los dos siglos siguientes el imperio siguió siendo inmenso y rico, pero fue debilitándose por las revueltas provinciales, las luchas dinásticas y la corrupción de la administración. Egipto se sublevó en repetidas ocasiones, las ciudades griegas de Asia Menor se rebelaron, y el coste de sostener un territorio tan vasto comenzó a superar sus beneficios. A finales del siglo IV a.C., cuando Darío III ascendió al trono, el imperio estaba aún en pie pero debilitado. Fue entonces cuando Alejandro de Macedonia inició su campaña. Su ejército, pequeño pero disciplinado y dirigido con genio militar, derrotó a los persas en Issos en el 333 a.C. y en Gaugamela en el 331 a.C., abriendo las puertas de Babilonia, Susa y Persépolis. La quema de esta última ciudad en el 330 a.C. simbolizó el final de la dinastía aqueménida y el inicio de la era helenística.

El legado de los aqueménidas, sin embargo, perduró mucho más allá de su desaparición política. Su sistema de satrapías y de comunicación influyó en los seléucidas, en los sasánidas y hasta en el Imperio Romano. Su política de tolerancia religiosa y de respeto a la diversidad cultural ha sido considerada un modelo temprano de gestión de sociedades complejas. La monumentalidad de Persépolis, la memoria del Cilindro de Ciro y la huella en la tradición iraní mantienen viva la grandeza de un imperio que, mucho antes de Roma, ya había dado forma a la idea de poder universal.

Hablar del Imperio aqueménida es hablar de la primera gran experiencia de integración de pueblos en una estructura común, de un imperio que dominó tres continentes y que, con su mezcla de tolerancia, disciplina y esplendor, definió lo que significaba gobernar el mundo conocido. Fue, en definitiva, uno de los capítulos más fascinantes y decisivos de la historia antigua, un ejemplo de cómo el poder y la cultura podían extenderse más allá de las fronteras sin borrar la identidad de quienes quedaban bajo su dominio.


JOSÉ ANTONIO OLMOS GRACIA.


Policía local de profesión, desarrolla su cometido en la categoría de oficial en el municipio de Huesca, contando con casi 17 años de servicio y varias distinciones. A pesar de que su afán por la historia le viene desde pequeño, no fue hace mucho cuando se decidió a cursar estudios universitarios de Geografía e Historia en UNED y comenzar en el mundo de la divulgación a través de las redes sociales. Actualmente administra el blog elultimoromano.com así como páginas en Instagram y Facebook con el mismo nombre. Además, colabora con revistas, páginas, asociaciones, blogs relacionados con la divulgación histórica y es miembro de Divulgadores de la Historia.



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Bibliografía:

Historia Antigua del Proximo Oriente y Egipto. Jasvier Cabrero Piquero y Federico Lara Peinado. Uned 2021.

HISTORIA ANTIGUA UNIVERSAL II. EL MUNDO GRIEGO (2ª)
Autor/es: Fernández Uriel, Pilar. Editorial: U.N.E.D

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