EL PACTO MOLOTOV-RIBBENTROP.
Cuando en la noche del 23 de agosto de 1939 la Unión Soviética de Stalin y la Alemania nazi de Hitler firmaron un pacto de no agresión, el mundo contuvo el aliento. La escena era surrealista: dos regímenes ideológicamente antagónicos, enemigos declarados en la retórica y la praxis, cerraban un acuerdo diplomático con implicaciones que estremecerían los cimientos de Europa. El llamado Pacto Molotov-Ribbentrop, más allá de ser una maniobra táctica entre potencias, se convertiría en una de las jugadas diplomáticas más cínicas, calculadas y trascendentales del siglo XX.
Un continente al borde del abismo
A fines de la década de 1930, Europa se encontraba sumida en una profunda crisis geopolítica. La Primera Guerra Mundial no había resuelto las tensiones que la habían provocado; más bien, había sembrado el terreno para nuevas confrontaciones. El Tratado de Versalles (1919) impuso a Alemania condiciones humillantes que incubaron un deseo de revancha nacionalista. En Italia, el fascismo ya había consolidado su dominio bajo Mussolini, mientras que el nazismo ascendente en Alemania, bajo el liderazgo de Adolf Hitler, rearmaba al país desafiando abiertamente el orden internacional.
Paralelamente, la Unión Soviética, nacida de la Revolución de Octubre de 1917 y sumida en un proceso brutal de colectivización y represión estalinista, se mostraba como una potencia expansionista y autosuficiente, ideológicamente comprometida con la lucha contra el capitalismo, pero pragmáticamente aislada. La hostilidad entre el bloque soviético y las potencias occidentales, especialmente tras la Guerra Civil Española (1936-1939), donde comunistas y fascistas se enfrentaron indirectamente, parecía insalvable.
Hitler y Stalin: enemigos naturales... ¿o aliados momentáneos?
La Alemania nazi veía en el bolchevismo su enemigo jurado. Desde Mein Kampf, Hitler no ocultaba su intención de destruir el comunismo y conquistar el “espacio vital” (Lebensraum) en el Este, donde habitaban, según su retórica racial, “razas inferiores” que debían ser subyugadas o exterminadas. La URSS, por su parte, denunciaba el fascismo como una expresión extrema del capitalismo burgués y no dudaba en tildar a Hitler de amenaza global.
Sin embargo, pese a sus diferencias ideológicas irreconciliables, ambos regímenes compartían un enfoque autoritario del poder, una concepción del Estado totalitario y un desprecio por la democracia liberal. En este contexto, el pragmatismo geopolítico se impuso sobre la ideología, y ambos líderes comenzaron a explorar canales de acercamiento en la sombra, mientras las potencias occidentales fracasaban en frenar la agresión nazi.
Los intentos fallidos de contención occidental
Durante la segunda mitad de los años treinta, Reino Unido y Francia adoptaron una política de apaciguamiento frente a Hitler, creyendo que ceder ciertas concesiones territoriales evitaría una guerra mayor. Así lo demostraron en la Crisis de los Sudetes y el Acuerdo de Múnich (1938), donde se permitió a Alemania anexionar parte de Checoslovaquia sin consultar a la URSS, lo que alimentó el recelo soviético hacia sus potenciales aliados occidentales.
Stalin, al verse excluido del concierto diplomático y sospechando de las intenciones de Londres y París, buscó asegurar las fronteras soviéticas ante una posible invasión alemana. Las negociaciones con británicos y franceses fracasaron por desconfianza mutua y falta de compromiso real. Mientras tanto, Hitler ofrecía algo mucho más tangible: un pacto de no agresión y el reparto de Europa del Este.
El acuerdo: ¿un pacto de paz o de guerra?
El 23 de agosto de 1939, en Moscú, el Ministro de Asuntos Exteriores del Tercer Reich, Joachim von Ribbentrop, y su homólogo soviético, Viacheslav Molotov, firmaron el Tratado de No Agresión Germano-Soviético, con la bendición de Hitler y Stalin. En apariencia, era un pacto que garantizaba que ambos países no se atacarían mutuamente durante un período de diez años.
Sin embargo, lo más importante se ocultaba en un protocolo secreto adjunto, cuya existencia fue negada por la URSS durante décadas. Este protocolo establecía una división de las “zonas de influencia” en Europa del Este. Polonia sería partida en dos; los países bálticos (Estonia, Letonia y Lituania), así como Besarabia (entonces parte de Rumanía), quedarían bajo control soviético; Finlandia también se perfilaba como objetivo de Moscú.
Consecuencias inmediatas: la invasión de Polonia y el inicio de la guerra
El pacto fue firmado apenas una semana antes del estallido de la Segunda Guerra Mundial. El 1 de septiembre de 1939, Alemania invadía Polonia desde el oeste. El 17 del mismo mes, las tropas soviéticas cruzaban la frontera oriental, cumpliendo su parte del acuerdo. Varsovia fue literalmente partida en dos y Polonia dejó de existir como estado soberano.
Las potencias occidentales, tras esta doble invasión, declararon la guerra a Alemania, pero no a la Unión Soviética, lo que revelaba el cinismo de su postura. El mundo asistía atónito a una colaboración tácita entre dos sistemas totalitarios que, pocos años antes, parecían destinados a destruirse mutuamente.
Una cooperación efectiva y brutal
Entre 1939 y 1941, mientras el pacto estuvo vigente, la colaboración entre Berlín y Moscú fue sorprendentemente activa. Hubo intercambios económicos masivos: la URSS suministró petróleo, trigo, materias primas y metales a la maquinaria de guerra nazi. A cambio, recibió tecnología industrial y bienes alemanes.
A nivel político, ambos regímenes coordinaron la represión en las zonas ocupadas. En Polonia, soviéticos y alemanes intercambiaban prisioneros y disidentes. Mientras Hitler iniciaba la persecución sistemática de judíos y opositores, Stalin ejecutaba deportaciones masivas, purgas y la masacre de oficiales polacos en Katyn.
El fin del pacto: la traición anunciada
La alianza entre Hitler y Stalin fue un pacto de conveniencia, nunca de confianza. Desde el inicio, ambos sabían que tarde o temprano se enfrentarían. El 22 de junio de 1941, en la Operación Barbarroja, Alemania invadía la URSS, rompiendo unilateralmente el pacto. La guerra adquiría así una dimensión total, y la URSS pasaba a integrar el bloque aliado, redefiniendo completamente el curso del conflicto.
Una sombra que perdura
El Pacto Molotov-Ribbentrop fue durante décadas un tema tabú en la historiografía soviética, negado oficialmente hasta 1989. Su existencia y contenido cuestionaban la narrativa heroica de la Gran Guerra Patria. Hoy, su análisis sigue generando debate: ¿fue una necesidad estratégica para ganar tiempo, como argumentan algunos? ¿O una complicidad directa en los crímenes del nazismo?
Sea cual sea la interpretación, lo cierto es que aquel pacto entre enemigos ideológicos demuestra cómo, en la política internacional, la lógica del poder puede doblegar incluso las convicciones más radicales, y cómo los pueblos suelen ser las primeras víctimas de tales juegos geoestratégicos.
Policía local de profesión, desarrolla su cometido en la categoría de oficial en el municipio de Huesca, contando con más de 16 años de servicio y varias distinciones. A pesar de que su afán por la historia le viene desde pequeño, no fue hace mucho cuando se decidió a cursar estudios universitarios de Geografía e Historia en UNED y comenzar en el mundo de la divulgación a través de las redes sociales. Actualmente administra el blog elultimoromano.com así como páginas en Instagram y Facebook con el mismo nombre. Además, colabora con revistas, páginas, asociaciones, blogs relacionados con la divulgación histórica y es miembro de Divulgadores de la Historia.
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Bibliografía:
Hipólito de la TORRE. (coord.), Alicia ALTED, Rosa PARDO, Ángel HERRERÍN, Juan Carlos JIMÉNEZ y Alejandro VALDIVIESO: Historia Contemporánea II (1914-1989), Madrid, Editorial Universitaria Ramón Areces, 2019.
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