DII ROMANI. LOS DIOSES ROMANOS.



En el corazón del Imperio Romano no solo había legiones, senadores y emperadores, también habitaban dioses. Muchos dioses. Poderosos, temperamentales, humanos en sus pasiones y divinos en su poder. Los romanos vivían rodeados de ellos: en los templos, en las calles, en las decisiones del Estado y en la vida cotidiana. Desde el trueno de Júpiter hasta el vino de Baco, cada fuerza de la naturaleza, cada emoción, cada rincón del mundo tenía su propio protector o su propia historia.

Aunque muchos de estos dioses vinieron de la mitología griega —con nombres nuevos y carácter un poco más romano—, el pueblo los hizo suyos. No eran simples figuras del Olimpo: eran parte de Roma. Algunos eran guerreros, otros amantes, algunos oscuros, otros brillantes, pero todos formaban parte del alma de la civilización más poderosa de la antigüedad.

Este artículo es un viaje por ese universo divino. Un repaso por los dioses que definieron una época, una cultura… y un imperio.



PLUTÓN.












Plutón era el que reinaba sobre los muertos. Silencioso, implacable, serio. No era el diablo ni un ser malvado; simplemente era el que gobernaba el reino de los difuntos. Su equivalente griego es Hades, pero los romanos lo llamaban Plutón, que viene de Plouton, o sea, "el rico", porque debajo de la tierra no solo están los muertos, también están los minerales, el oro, las riquezas ocultas.

No era un dios al que se le hacían fiestas con mucha alegría. Se lo respetaba, se lo temía, y se lo invocaba con cuidado. Su mundo era el Inframundo, un lugar al que iban todas las almas, no solo los malos. Él no decidía el destino moral de las personas, solo las recibía.

Una de las historias más fuertes sobre él es el rapto de Proserpina, la hija de Ceres. Se enamoró de ella, la llevó al inframundo, y eso desató el famoso mito que explica el origen de las estaciones. Ella pasaba parte del año con él (invierno, otoño) y parte con su madre (primavera, verano).

Se lo imaginaba con barba, rostro serio, a veces con una corona, y siempre con un cetro o una llave del inframundo. A su lado, muchas veces, su perro de tres cabezas: Cerbero, el guardián que no dejaba salir a nadie.




CERES.





Ceres era la diosa romana de la agricultura, la tierra fértil y todo lo que crece. Era quien cuidaba de los cultivos, especialmente del trigo, y a quien los romanos le pedían buenas cosechas. Se la imaginaba como una figura maternal, muy conectada con la vida y el ciclo de la naturaleza. Su equivalente griega es Deméter.
La historia más famosa de Ceres es la del secuestro de su hija Proserpina por Plutón, dios del inframundo. Ceres, destrozada, dejó de cuidar la tierra, y todo empezó a morir. Nada crecía. Los humanos sufrían. Al final, llegaron a un trato: Proserpina pasaría medio año con su madre y medio con Plutón. Así, cuando está con Ceres, la tierra florece (primavera y verano); cuando se va, todo se apaga (otoño e invierno).

Era una diosa muy querida por la gente común, sobre todo por los campesinos. No era una diosa guerrera ni del Olimpo pomposo, era más bien del campo, de la vida cotidiana, de lo que da sustento.



BACO.





Baco era el dios romano del vino, las fiestas, el delirio y el placer. No solo del vinito en copa, sino de todo lo que representa: la celebración, la locura divina, la liberación de las normas. En griego lo conocían como Dionisio, pero los romanos lo adoptaron con su propio estilo.

Era un dios joven, un poco salvaje, seguido por un grupo de mujeres llamadas bacantes que bailaban, gritaban y se perdían en el éxtasis de la fiesta. Iban por los bosques, con pieles de animales, tambores y copas rebosantes. No era solo fiesta por fiesta: Baco representaba esa parte del ser humano que necesita liberarse, dejar el control, sentir sin pensar tanto.

Su historia tiene también una parte trágica y mágica: nació de una madre mortal, Sémele, y del mismísimo Júpiter. Para protegerlo, lo cosieron al muslo de su padre hasta que pudiera nacer de nuevo. Desde ahí, anduvo por el mundo enseñando a la gente a cultivar la vid y a hacer vino.

Baco era amado por quienes querían romper con lo rígido. No era como Marte, todo guerra, o Júpiter, todo poder. Era caos, pasión, arte, locura… y vino, claro.





JÚPITER






Júpiter era el dios supremo del panteón romano. Rey de los dioses, señor del cielo y del trueno. Si alguien se atrevía a romper un juramento o a actuar con injusticia, él lo fulminaba —literalmente— con un rayo. Su figura se asociaba con el orden, la ley, la autoridad… y sí, también con el poder absoluto.

Era el equivalente al Zeus griego, y como él, tenía una vida amorosa bastante intensa (por no decir descontrolada). Estaba casado con Juno, pero eso no le impidió tener hijos por todos lados, con diosas, mortales y ninfas. De esas uniones nacieron muchos otros dioses y héroes.

Júpiter no era un dios distante. Se creía que protegía a Roma misma. El Capitolio, una de las colinas más importantes de la ciudad, tenía un templo dedicado a él: Júpiter Óptimo Máximo. Así de importante era. Gobernaba no solo sobre los cielos, sino también sobre la moral pública, los juramentos, la política.

Pero ojo, no todo era rayos y grandeza: también tenía un costado protector, sobre todo del estado romano. Era el símbolo del imperio, del orden y del destino.
Así que sí, si Baco era descontrol, Júpiter era todo lo contrario.



MARTE.









Marte era el dios romano de la guerra, pero no cualquier guerra: la guerra gloriosa, la que se pelea por el honor y la grandeza. Era uno de los dioses más importantes para los romanos, incluso más que Ares para los griegos (que era su equivalente). Ares era visto como violento y caótico, pero Marte… Marte era casi un héroe nacional.

Los romanos lo adoraban porque lo veían como el padre del pueblo. Según la leyenda, Marte fue el padre de Rómulo y Remo, los gemelos fundadores de Roma. Así que n
o solo era un dios de la batalla, sino también del origen mismo de la ciudad.

No era solo fuerza bruta. También tenía un aire de disciplina, estrategia, respeto por la guerra como arte y deber. Era el patrón de los soldados y el protector del imperio en expansión.

Se lo imaginaba con armadura, lanza, escudo, listo para pelear. Pero también con cierta nobleza. Nada de locura salvaje: Marte era orden marcial, fuerza canalizada.
Tenía templos por todos lados, pero el más importante era el Campo de Marte, un lugar en Roma donde se entrenaban las tropas y se celebraban victorias militares.



VENUS.







Venus era la diosa del encanto. No solo era hermosa, era el concepto mismo de la belleza hecha diosa. Todo lo que tenía que ver con el amor, la atracción y la sensualidad pasaba por ella. Pero ojo, no era solo dulzura y romance: también podía ser manipuladora, intensa y poderosa. Su equivalente griega es Afrodita.
Según una de las versiones más populares, Venus nació de la espuma del mar. Así, sin padre ni madre, surgió como una fuerza irresistible que hechizaba a dioses y mortales por igual. Incluso Marte, el dios de la guerra, cayó rendido ante ella —y su romance fue legendario.

Para los romanos, Venus no era solo un símbolo de amor. Era la madre mítica del pueblo romano. Se decía que su hijo, Eneas, fue el héroe troyano que llegó a Italia y cuyos descendientes fundaron Roma. Por eso, Venus era algo así como la abuela divina de la ciudad, y su culto estaba muy arraigado, incluso en la política.
La representaban como una mujer deslumbrante, casi siempre desnuda o semidesnuda, con una expresión serena pero intensa. A veces acompañada de palomas, conchas marinas o el pequeño Cupido a su lado.




NEPTUNO.









Neptuno era el dueño de los océanos, ríos, tormentas marinas y terremotos. Si veías una tormenta reventando en el mar, probablemente era él con su tridente, furioso por algo. Su equivalente griego es Poseidón, pero los romanos le dieron un aire un poco más solemne, más imperial, como todo lo suyo.

No era solo el que mandaba en el agua, también tenía ese lado temperamental, salvaje. Cuando se enojaba, era capaz de desatar tsunamis o hacer temblar la tierra. Pero si estaba contento, podía dar calma, hacer que las aguas fueran seguras para los navegantes.

Se lo representaba con barba espesa, corona de algas o conchas, y su famoso tridente, con el que podía partir el mundo en dos si quería. A veces iba montado en un carro tirado por caballos marinos.

Aunque no era tan popular como Júpiter o Marte, tenía su lugar en el panteón, sobre todo para los marineros y comerciantes que dependían del mar. En Roma incluso había un festival en su honor: los Neptunalia, para pedirle que no hubiera sequías.

Los dioses romanos no eran solo figuras del mito, eran parte viva de la rutina, la política, la guerra y hasta del amor en la vida cotidiana. Desde lo más íntimo, como encender el fuego en casa y agradecer a Vesta, hasta lo más grande, como pedir la bendición de Júpiter antes de ir a la batalla, los romanos veían lo divino en todo. Su mundo estaba poblado de dioses que sentían, amaban, se enojaban y actuaban.

Pero con el tiempo, ese mundo empezó a cambiar. El Imperio, que una vez celebraba a Marte con tambores y a Ceres con ofrendas de trigo, comenzó a mirar hacia otra figura divina: Cristo. El cristianismo, que al principio fue perseguido, fue creciendo hasta convertirse en religión oficial en el siglo IV, bajo el emperador Constantino (que dio el primer gran paso con el Edicto de Milán en 313 d.C.) y, más adelante, con Teodosio, que prohibió los cultos paganos en 380 d.C.

Los templos se cerraron, los sacrificios cesaron, y los dioses que alguna vez reinaron sobre Roma fueron reemplazados por una fe monoteísta, que ofrecía un solo Dios eterno, sin celos ni caprichos divinos. Sin embargo, la huella de los dioses romanos sigue viva: en el arte, en las palabras que usamos, en los planetas que miramos, y en el alma de una civilización que aprendió a contar su historia también a través de sus dioses.






JOSÉ ANTONIO OLMOS GRACIA.



Policía local de profesión, desarrolla su cometido en la categoría de oficial en el municipio de Huesca, contando con 16 de servicio y varias distinciones. A pesar de que su afán por la historia le viene desde pequeño, no fue hace mucho cuando se decidió a cursar estudios universitarios de Geografía e Historia en UNED y comenzar en el mundo de la divulgación a través de las redes sociales. Actualmente administra el blog elultimoromano.com así como páginas en Instagram y Facebook con el mismo nombre. Además, colabora con revistas, páginas, asociaciones, blogs, podcast y es miembro de Divulgadores de la Historia
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Bibliografía:

- HISTORIA ANTIGUA UNIVERSAL II. EL MUNDO ROMANO (2ª)
Autor/es: Fernández Uriel, Pilar. Editorial: U.N.E.D.

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